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La Semiótica del rostro y la mirada

Foto: Rafael Manosalva

Por: Rafael Manosalva Docente de Iluminación en Estudio
de la Escuela de Cine y Fotografía Zona Cinco 


Nuestro rostro es una arquitectura. Rostro y mascara. La máscara tipifica; convierte el viento en roca, el agua en lava seca.
Una máscara es una estrategia de defensa o de intimidación. Si el rostro es contingente y mutable, la máscara es todo lo contrario. De allí su poder ritual y religioso: la máscara evita el gesto, o mejor, detiene el tiempo.

Estar presente es tener un rostro. Quizá por ello, ante la mentira, nos cubrimos la cara y, así cubiertos, construimos el rostro de la vergüenza, el temor o la culpa. Vivimos entre caras; convivimos con rostros.

El ver es natural, indeterminado. El mirar en cambio, es cultural, determinado, intencional. Con el ver se nace; el mirar hay que aprenderlo. El ver depende de ángulos de visión de nuestros ojos; el mirar está en directa relación con nuestra forma de socialización, con la calidad de nuestros imaginarios, con todas las posibilidades de nuestra memoria.

‘El ver’ busca cosas, ‘el mirar’ sentidos. Y si las ciencias naturales han mejorado las limitaciones de nuestro ver, son las ciencias de la cultura las que han conquistado y legitimado las diversas formas de mirar.

La mirada es la primera manifestación artística del hombre; es ya un principio estético. Es al mirar al que le corresponde el anhelo de lo perfecto. Las formas artísticas son de por sí, miradas. Armonía, proporción, equilibrio, son estrategias del mirar.

El Voyeur (mirón) es el puente entre el ver y el mirar. Un mirador dispone, arregla, ilumina, maquilla, se acerca, se aleja. Un mirador degusta, cata, rumia, prepara y alucina metódicamente.
 Un simple mirón es morboso mientras que un mirador es erótico; nunca se cansa de ver el mismo cuerpo, la misma figura, el mismo rostro.

Mirarnos y reconstruir desde la mirada distorsionada que se proyecta en un espejo, se convierte en una representación de nuestro ser; el reconocimiento obsesivo del autorretrato…
Así como lo hiciera Van Gogh o Rembrandt desde su misterioso claro oscuro.

Como testigos silenciosos del desmoronamiento del lento cambio de nuestro rostro, y tal vez como Dorian Gray en la novela de Oscar Wilde, pretendemos detener el tiempo en cada fracción de segundo del obturador de nuestra cámara, o simplemente aceptamos con estoicismo, cómo la geografía de nuestro rostro, se transforma con el vivir y las experiencias que nos hacen más cercanos a nuestro universo.

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